Mass Media Universidad — 24 agosto 2014
La Universidad española padece una burbuja mediática de formación de comunicadores con 40 centros, 70.000 alumnos y 2.600 nuevos periodistas graduados cada año. Víctor Sampedro, autor de “El Cuarto Poder en Red. Por un periodismo (de código) libre” (Ed. Icaria),
denuncia “la cultura de mínimo esfuerzo, asentada en la pereza y la
rutina”, porque “ha desembocado en un provincianismo académico que
parcela el conocimiento. Nada ofrecíamos en la Facultad a quienes no
quisieran fabricar «productos» informativos. Nada para los que aspiraban a convertir la noticia-mercancía en diálogo social.
Ante los hackers —autodidactas, interdisciplinares y altruistas—
carecíamos de su altura de miras. Solo contemplábamos objetivos
remunerados. La mayoría de los alumnos buscaban los créditos para
hacerse con el título. Y punto. Los docentes se conformaban con el
salario. En caso de que tuviesen aspiraciones, se trabajaban las líneas
de sus currícula. Todos obsesionados con la acreditación. Aceptando por buenas las migajas de una (in)cultura universitaria, refugio de despistados y diletantes. Canta Triángulo de amor bizarro: «El mejor sitio para descansar es la universidad». Pero concluye: “Por fortuna, desde hace un tiempo hay gente que se está agitando. No es poca ni tonta. Ocupa, toma y hackea tu universidad ya no son eslóganes raros”.
“Quizás
hayamos llegado a considerar un campus como un lugar para la
compraventa de títulos. Pero nuestra irrelevancia, incluso en términos
de mercado, señala la trampa de los salarios del miedo que aceptamos.
Los docentes y los alumnos. Es un miedo distinto del que acarrea la
disidencia. Miedo al paro y a la precariedad, que generan más de
lo mismo: la devaluación de títulos y de la academia, paralela a la de
la profesión que decimos enseñar”, relata Sampedro.
En el citado libro, recuerda como “profesores, alumnos y periodistas
nos protegíamos del «intrusismo» por temor a nuestra carencia de
conocimientos y destrezas. Sin reparar en que la intrusión en la esfera pública nunca tuvo sentido en una sociedad que se pretendiese abierta
y, por tanto, democrática. El intrusismo hacker es el ejercicio de un
derecho, potencialmente al alcance de cualquiera. Se practica desde la
autonomía tecnológica, con una ética que, si no queda otra salida, asume
las consecuencias del desafío”.
“La
mayoría del alumnado de la Facultad de Comunicación en la que trabajo
no compra periódicos y ni siquiera ve los telediarios. Cuando doy clase,
levantan la mirada de sus portátiles con cara de pensar «¿Qué me cuentas? Si aquí ya lo tengo todo.»
Pero no se refieren a la Red. No conocen las lógicas ni las prácticas
que les ayudarían a forjarse un perfil profesional apasionante. No, se
refieren a Facebook, Twitter o Tuenti”, dice el autor.
Y añade: “Las pilas de diarios que nos envían gratis se amontonan en las esquinas del campus, a la espera de ser reciclados.
En todo caso, se agotan los gratuitos. Si el reemplazo generacional de
las audiencias no empieza con quienes estudian comunicación, nadie les
pagará un salario. Lo peor no es que no consuman los medios que se están
extinguiendo. Sino que tampoco conocen ni se les enseña la mayoría de los emergentes. Assange
no acabó ninguna carrera universitaria después de haber empezado una
docena. Abandonó la última porque el laboratorio en el que investigaba
trabajaba para el ejército. De haber cursado periodismo, no habría aguantado ni una semana, se habría instalado en la Puerta del Sol con el 15M”.
Esto le lleva a pensar que “Wikileaks hackeó el periodismo radicalizándolo,
devolviéndolo a sus raíces. A pesar de sus rasgos futuristas, apelaba a
los orígenes de la profesión. Toca reconocerse en su ejemplo. Primero
se comportó como una plataforma de activistas. Luego evolucionó hacia un medio de comunicación, que también actúa como un actor político”.
Y concluye alertando de como frente al nuevo comunicador los actuales poderes mediáticos del establishment analógico y de papel o de los viejos partidos políticos, ambos entrelazados, se guían por otra premisa: “El mercado libre de la información no es para que acabe en manos de «los de abajo».
La autogestión social de las noticias, como bien común, amenaza a los
comisarios políticos y a los mercaderes. Sobrevendría el caos, dicen, si
los flujos de información no fueran canalizados por los estados y las
empresas”.
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