Mass Media — 16 agosto 2014
“La
tecnología nos convierte en potenciales medios de comunicación con
alcance masivo. Tomando las debidas precauciones, disfrutamos un
relativo anonimato y una capacidad casi ilimitada de copia y difusión.
La ciudadanía digital, consciente de ello, se siente titular del
derecho a la libertad de expresión. Se implica en ejercerlo, aporta
recursos y herramientas para que sea un derecho universal,
al alcance de todos. Nunca fue una exclusiva ni una prerrogativa de
cargos electos o ciertos profesionales. Y ahora ese derecho universal
podría dejar de ser algo teórico, y convertirse en realidad. Se abren
posibilidades que debemos sopesar”. Así se expresa Víctor Sampedro, autor de “El Cuarto Poder en Red. Por un periodismo (de código) libre”
(Ed. Icaria), que los componentes de “Espía en el Congreso” han
seleccionado como “libro del verano” y cuya lectura recomienda a sus
lectores. La labor de Anonymous es enjuiciada por Sampedro en estos términos: “Ese ciberactivismo punk lo despliegan colectivos como Anonymous. Esta coalición difusa y extensa de hackers —muchos, distribuidos y sin nombre— se politizó con el protagonismo de WikiLeaks. En 2011 las ciberacciones con «significado político» supusieron más de un tercio del total, en su mayoría atribuidas a Anonymous. Fueron ellos los responsables de haber entregado a WikiLeaks la filtración sobre la empresa Stratford, ejemplo de privatización del ciberespionaje. Por cierto, Anonymous de España también liberó las cuentas secretas del Partido Popular en 2013.
La indiferencia de los medios (más atentos a las filtraciones oficiales
consentidas y presentadas como «exclusivas»), impidió que se produjese
un vuelco en los juicios por corrupción. Responsabilidad, claro está,
compartida por las todavía débiles iniciativas en la Red”.
Y
añade: “Nuestras identidades digitales cobran estatus ciudadano si
ejercemos la autonomía comunicativa, si impulsamos el conocimiento libre
y si oponemos las virtudes cívicas a la indecencia oficial. No es una
propuesta exenta de riesgos. Actuando con anonimato nos sentimos más libres, pero también más irresponsables.
Asumirlo exige renovar a fondo la cultura política y las instituciones.
Se trata de aprovechar los beneficios y conjurar los peligros. La mayor
amenaza no reside en el medio Internet —que será lo que nosotros
logremos que sea — ni en los internautas —si fuéramos tan indeseables, la Red
sería una cloaca. El peligro son quienes nos gobiernan. En España se
tardaron casi cuarenta años, tras la muerte del dictador, en acordar una
Ley de Transparencia. Por cierto dicha ley, no acaba de fiscalizar por completo a la Casa Real y a la Iglesia,
como en los países de nuestro entorno. Es decir, el país aún no se ha
librado de las características propias de una monarquía pre-ilustrada,
basada en la alianza entre Trono y Altar. El anacronismo se pretendía defender con una Ley de Seguridad Ciudadana que criminalizaba las denuncias, convocatorias y movilizaciones digitales. El propio Consejo de Europa expresó su inquietud ante esta iniciativa”.
Para Sampedro, “allí se asistió al choque de identidades entre hackers y reporteros. Y provocaba rubor, hasta vergüenza ajena, la escasa receptividad de éstos hacia Assange.
Le acusaban, una y otra vez, de poner en riesgo a los soldados
occidentales y a sus colaboradores. Demostraban una sumisión
inquebrantable a la razón de Estado. La anteponían a la constatación documentada del despropósito que acarreaban aquellas guerras. Cansinos
hasta la necedad, manifestaban una conciencia profesional muy precaria.
Indagaban sobre el personaje, sus intenciones, sus financiadores…
Enfrente tenían algo para ellos desconocido. Unos hacktivistas
que sabían quiénes eran y lo que querían. O eso creían, al menos.
Debería haber bastado para que mostrasen más interés por su proyecto.
Porque la convicción expuesta en público, acompañada de actos
coherentes, distingue a la gente excepcional”.
Haciendo un poco de historia, Sampedro recuerda que “durante la crisis de 1929, los «muck rakers»
—de estiércol, muck, y rastrillo, rake— practicaron el primer
reporterismo de investigación. Bucearon en las cloacas y desagües del
poder, aliándose con los movimientos progresistas de entonces. Más tarde
vendría el «nuevo periodismo» que, ligado a la
contracultura de los sesenta, amplió los discursos y las realidades que
aparecían en los medios. Los ordenadores son ahora nuestros rastrillos.
Sirven para remover el estiércol que se acumula bajo el becerro de oro
financiero. Dan voz a las nuevas generaciones, que le ofrecen a los
periodistas colaborar sin paternalismos”.
“Assange, como veremos, propone hackear el periodismo
con la misma lógica. Aunque suene raro y muy nuevo, significa
radicalizarlo, regresarlo a sus raíces. Es una invitación a recuperar la
ética y retomar las prácticas que lo convirtieron en profesión. Para
que recupere su función de impulso democrático y plataforma de
contrapoder. WikiLeaks intentó desarrollar en los
medios una nueva forma de trabajo: Abierta a la colaboración con el
público y entre empresas competidoras, con informaciones sometidas al
contraste empírico. Pretendía instalar un nuevo sistema operativo. Nuevo en cuanto a las técnicas, pero no a los valores”, dice el autor.
Y
por último concluye: “los nativos digitales pelean con el mismo aliento
y una actitud no violenta inequívoca. Propugnan una versión actualizada
del periodismo de denuncia, cimentado en un pacto
insobornable, fruto de las agallas del periodista y de sus fuentes
ciudadanas. Acorde, en suma, a la tecnología que debiera servirnos para
resetear, reiniciar las democracias del siglo XXI”.
En Espía en el Congreso
hemos desentrañado las conexiones entre los medios y el poder político y
financiero revelando la información que aparece en los correos de Blesa
(Blesaleaks) y se la presentamos a nuestros lectores de forma completa en estos dos libros:
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