Isaac Deutscher
La conciencia de los ex-comunistas
Escrito: Abril de 1950. El ensayo apareció como reseña de The God that Failed [El Dios que cayó] en The Reporter (Nueva York), abril de 1950.
Traducción: Juan Carlos García Borrón (1970)
Esta edición: Marxists Internet Archive, agosto de 2012.
Digitalización: Martin Fahlgren.
Ignazio Silone cuenta que una vez dijo jocosamente a Togliatti, el
líder comunista italiano: ”La lucha final será entre los comunistas y
los ex-comunistas”. Hay en esa broma una amarga gota de verdad. En las
escaramuzas de propaganda contra la U.R.S.S. y el comunismo, los
ex-comunistas o los ex-compañeros de viaje son los tiradores más
activos. Con la displicencia que le distingue de Silone, Arthur Koestler
hace una observación similar: ”A todos los comodones insulares
anticomunistas anglosajones os pasa lo mismo. Odiáis nuestros lamentos
de Casandra y os resentís de tenernos por aliados; pero, en fin de
cuentas, nosotros, los ex-comunistas, somos las únicas personas de
vuestro bando que saben de qué se trata”.
El ex-comunista es el enfant terrible de la política
contemporánea. Aflora en los lugares y los rincones más singulares. Nos
aborda y nos obliga a escucharle en Berlín, para contar la historia de
su ”batalla de Stalin-grado”, librada allí, en Berlín, contra Stalin. Se
le puede encontrar junto a de Gaulle: nada menos que André Malraux, el
autor de La condición humana. En el más extraño proceso político de los
Estados Unidos, los ex-comunistas han apuntado con el dedo, durante
meses, a Alger Hiss. Otra ex-comunista, Ruth Fischer, denuncia a su
hermano, Gerhart Eisler, y echa en cara a los británicos que no le
entregasen a los Estados Unidos. Un ex-trotskista, James Burnham flagela
a los hombres de negocios norteamericanos por su verdadera o supuesta
falta de conciencia de clase capitalista, y esboza un programa de acción
para nada menos que la derrota universal del comunismo. Y, ahora, seis
escritores — Koestler, Silone, André Gide, Louis Fischer, Richard Wright
y Stephen Spender — se reúnen para exhibir y destruir al Dios que cayó.
La ”legión” de los ex-comunistas no marcha en estrecha formación.
Está desperdigada y ofrece un espectro amplio y prolongado. Sus miembros
se parecen mucho los unos a los otros, pero también difieren. Tienen
rasgos comunes y características individuales. Todos han abandonado un
ejército y un campamento: algunos como objetores de conciencia, algunos
como desertores, y otros como merodeadores. Unos cuantos se aferran
serenamente a sus objeciones de conciencia, mientras que otros reclaman
vociferantemente comisiones en un ejército al que se han opuesto de un
modo encarnizado. Todos ellos llevan sobre sí pedazos y andrajos del
antiguo uniforme, complementados con los más fantásticos y sorprendentes
trapos nuevos. Y todos llevan dentro de sí sus comunes resentimientos y
sus reminiscencias individuales.
Algunos se unieron al partido en un cierto momento y otros en un
momento distinto; la fecha de su incorporación es de gran interés para
comprender sus experiencias ulteriores. Por ejemplo, aquellos que
entraron en el partido en los años veinte llegaron a un movimiento en el
que el idealismo revolucionario encontraba muchas oportunidades. La
estructura del partido era todavía fluida; no había entrado aún en el
molde totalitario. La integridad intelectual se valoraba aún en un
comunista; aún no se había rendido al bien de la raison d'état de
Moscú. Los que se unieron al partido en la década de 1930 comenzaron su
experiencia a un nivel mucho más bajo. Desde el principio fueron
manipulados como reclutas en los cuarteles del partido por los sargentos
mayores del partido.
Esa diferencia es significativa para la cualidad de las
reminiscencias de los ex-comunistas. Silone, que se unió al partido en
1921, recuerda su primer contacto con verdadero entusiasmo; sus
recuerdos transmiten plenamente la excitación intelectual y el
entusiasmo moral que latían en aquellos tempranos días. Los recuerdos de
Koestler y Spender, que llegaron al partido después de 1930, revelan la
completa esterilidad moral e intelectual de su primer contacto. Silone y
sus camaradas se ocuparon intensamente de ideas fundamentales, antes y
después de ser absorbidos por los afanes del deber cotidiano. En la
historia de Koestler, su encuadramiento y cometido en el partido dejan
desde el primer momento en la sombra toda cuestión de ideal y convicción
personal. El comunista de primera hora era un revolucionario antes de
convertirse, o de que se supusiese que debía convertirse, en una
marioneta. El comunista de alistamiento tardío apenas tuvo la
oportunidad de respirar el genuino aire de la revolución.
No obstante, los motivos originarios para su incorporación al partido
fueron similares, si no idénticos, en casi todos los casos: la
experiencia de la injusticia o de la degradación social; el sentimiento
de inseguridad fomentado por crisis sociales o económicas; y el anhelo
de un gran ideal u objetivo, o de una guía intelectual digna de
confianza, para moverse en el difícil laberinto de la sociedad moderna.
Los neófitos del comunismo sentían que las miserias del viejo orden
capitalista eran insoportables; y la luz brillante de la revolución rusa
iluminaba con una extraordinaria nitidez aquellas miserias.
El socialismo, la sociedad sin clases, la desaparición del estado:
todo eso parecía a la vuelta de la esquina. Pocos neófitos sospechaban
la sangre, el sudor y las lágrimas que vendrían más tarde. El
intelectual convertido al comunismo parecía a sus propios ojos un nuevo
Prometeo, excepto que no estaba encadenado a la roca por la ira de
Júpiter. ”A partir de aquel momento [así recuerda ahora Koestler su
propio estado de ánimo en aquellos días] nada podía perturbar la
serenidad y la paz interior del converso, a no ser el miedo ocasional a
perder de nuevo la fe...”
Nuestro ex-comunista denuncia ahora amargamente la traición de sus
esperanzas. Y le parece que tal cosa casi no ha tenido precedentes. No
obstante, cuando describe con elocuencia sus primeras esperanzas e
ilusiones, detectamos un tono extrañamente familiar. Exactamente de la
misma manera rememoraban el desilusionado Wordsworth y sus
contemporáneos sus primeros entusiasmos juveniles por la revolución
francesa:
Bliss was it in that dawn to be alive,
But to be young was very heaven! [1]
El comunista intelectual que se aparta emocionalmente de su partido
puede pretender para sí una noble ascendencia. Beethoven hizo pedazos la
primera página de su Heroica, en la que había puesto la
dedicatoria de su sinfonía a Napoleón, tan pronto como supo que el
primer cónsul se disponía a subir a un trono. Wordsworth llamó a la
coronación de Napoleón ”un triste revés para toda la humanidad”. En toda
Europa los entusiastas de la revolución francesa quedaron aturdidos al
descubrir que el corso liberador de los pueblos y enemigo de los tiranos
era a su vez un tirano y un opresor.
Del mismo modo, los Wordsworth de nuestros días se disgustaron al ver
a Stalin fraternizar con Hitler y Ribbentrop. Aunque en nuestros días
no se habían creado nuevas Heroicas, las páginas con dedicatorias de sinfonías no escritas fueron rotas igualmente con grandes alardes.
En The God that Failed, Louis Fischer trata de explicar, con
unos ciertos aires de remordimiento y no muy convincentemente, por qué
se adhirió tanto tiempo al culto de Stalin. Analiza la variedad de
motivos, unos de acción lenta y otros de acción rápida, que determinan
el momento en que la persona se recobra de su apasionamiento por el
stalinismo. La fuerza de la desilusión europea ante Napoleón fue casi
igualmente irregular y caprichosa. Un gran poeta italiano, Ugo Fos-colo,
que habla sido soldado de Napoleón y había compuesto una Oda a Bonaparte, el liberador,
se revolvió contra su ídolo después del tratado de Campoformio, que
debió pasmar a un ”jacobino” de Venecia más o menos como el pacto
nazi-soviético pasmó a los comunistas polacos. Pero un hombre como
Beethoven permaneció bajo el hechizo de Bonaparte durante siete años
más, hasta que vio al déspota quitarse la máscara republicana, un hecho
que abrió los ojos de los hombres de un modo comparable al de las purgas
stalinianas de los años treinta.
No puede haber tragedia mayor que la de una gran revolución que
sucumbe al puño que tenía que defenderla de sus enemigos. No puede haber
espectáculo tan repugnante como el de una tiranía post-revolucionaria
vestida con las banderas de la libertad. El ex-comunista está moralmente
tan justificado como lo estaba el jacobino al denunciar el espectáculo y
revolverse contra él.
Pero ¿es verdad, como Koestler pretende, que ”los ex-comunistas son
las únicas personas ... que saben de qué se trata”? Puede aventurarse la
afirmación de que la verdad es exactamente lo contrario: de todas las
personas, las que menos saben de qué se trata son los ex-comunistas.
En cualquier caso, las pretensiones pedagógicas de los escritores
ex-comunistas parecen groseramente exageradas. La mayoría de ellos
(Silone es una notable excepción) no han estado nunca dentro del
verdadero movimiento comunista, en el meollo de su organización
clandestina o abierta. Por regla general, se han movido en la orla
literaria o periodística del partido. Sus nociones de la doctrina y la
ideología comunista han solido brotar de su propia intuición literaria,
que es a veces aguda, pero frecuentemente desorientadora.
Aún peor es la característica incapacidad del ex-comunista para la imparcialidad. Su reacción emocional contra su anterior milieu
no le suelta de su garra mortal y le impide la comprensión del drama en
que se vio implicado o medio implicado. El cuadro del comunismo y del
stalinismo que pinta el ex-comunista es el cuadro de una gigantesca
cámara de horrores intelectuales y morales. Al contemplarlo, el no
iniciado se siente transportado de la política a la demonología. A veces
el efecto artístico puede ser vigoroso: horrores y demonios entran en
muchas obras maestras; pero es políticamente indigno de confianza, e
incluso peligroso. Desde luego, la historia del stalinismo abunda en
horrores. Pero ése no es más que uno de sus elementos; e incluso ése, el
demoníaco, tiene que traducirse en términos de motivos e intereses
humanos. Y el ex-comunista ni siquiera intenta esa traducción.
En un raro relámpago de auténtica autocrítica, Koestler hace esta admisión:
”Por regla general, nuestros recuerdos representan
románticamente el pasado. Pero cuando uno ha renunciado a un credo o ha
sido traicionado por un amigo, lo que funciona es el mecanismo opuesto. A
la luz del conocimiento posterior, la experiencia original pierde su
inocencia, se macula y se vuelve agria en el recuerdo. En estas páginas
he tratado de recobrar el estado de ánimo en que viví originariamente
las experiencias [en el partido comunista] relatadas, y sé que no lo he
conseguido. No he podido evitar la intrusión de ironía, cólera y
vergüenza; las pasiones de entonces parecen transformadas en
perversiones; su certidumbre interior, en el universo cerrado en sí
mismo del drogado; la sombra del alambre de espinos atraviesa el campo
de la memoria. Aquellos que fueron cautivados por la gran ilusión de
nuestro tiempo y han vivido su orgía moral e intelectual, o se entregan a
una nueva droga de tipo opuesto, o están condenados a pagar su entrega a
la primera con dolores de cabeza que les durarán hasta el final de sus
vidas.”
Ese no es necesariamente el caso de todos los ex-comunistas. Es
posible que algunos sientan que su experiencia ha estado libre de los
mórbidos armónicos descritos por Koestler. Sin embargo, éste ha dado en
ese pasaje una caracterización veraz y honrada del tipo de ex-comunista
al que él mismo pertenece. Pero es difícil concordar ese autorretrato
con su otra pretensión de que la cofradía en cuyo nombre habla sean ”las
únicas personas ... que saben de qué se trata”. Con el mismo derecho,
quien haya sufrido un shock traumático puede pretender que es él el
único que realmente entiende de heridas y de cirugía. Lo único que el
intelectual ex-comunista sabe, o, mejor dicho, siente, es la naturaleza
de su propia enfermedad; pero ignora el carácter de la violencia externa
que la ha producido y su posible terapéutica.
Ese emocionalismo irracional domina la evolución de muchos
ex-comunistas. ”La lógica de la oposición a toda costa — dice Silone —
ha llevado a muchos ex-comunistas muy lejos de sus puntos de partida; en
algunos casos, hasta el fascismo.” ¿Cuáles fueron aquellos puntos de
partida? Casi todos los ex-comunistas rompieron con el partido en nombre
del comunismo. Casi todos ellos se propusieron defender el ideal del
socialismo de los abusos de una burocracia sometida a Moscú. Casi todos
empezaron por vaciar el agua sucia de la revolución rusa para proteger
al niño que se estaba bañando en ella.
Más pronto o más tarde, aquellas intenciones se olvidan o se
abandonan. Después de romper con una burocracia de partido en nombre del
comunismo, el hereje rompe con el comunismo. Pretende haber descubierto
que la raíz del mal alcanza una profundidad mucho mayor de lo que él
imaginó al principio, aun cuando es posible que su ahondamiento en busca
de aquella raíz haya sido muy perezosa y superficial. El ex-comunista
no defiende ya el socialismo de los abusos poco escrupulosos; lo que
ahora hace es defender a la humanidad de la falacia del socialismo. Ya
no trata de vaciar el agua sucia de la revolución rusa para proteger al
niño del baño: descubre que el niño es un monstruo al que hay que
estrangular. El hereje se convierte así en renegado.
En qué medida se aparte de su punto de partida, y, como dice Silone,
se convierta en fascista o no, depende de las inclinaciones y gustos del
ex-comunista: una estúpida caza de herejes stalinistas lleva a menudo a
extremos al ex-comunista. Pero, cualesquiera que sean los matices de
las distintas actitudes individuales, generalmente el intelectual
ex-comunista deja de oponerse al capitalismo. A menudo une sus fuerzas a
los defensores de éste, y aporta a esa tarea la falta de escrúpulos, la
estrechez mental, el desprecio a la verdad y el odio intenso que le fue
imbuido por el stalinismo. Continúa siendo un sectario. Es un
stalinista vuelto del revés. Sigue viendo el mundo en blanco y negro,
sólo que ahora los colores se distribuyen de modo distinto. Como
comunista, no ve diferencia entre los fascistas y los socialdemócratas.
Como anticomunista, no ve diferencia entre el nazismo y el comunismo. En
otro tiempo aceptó la infalibilidad del partido; ahora se cree
infalible a sí mismo. Después de haber sido arrebatado por la ”mayor
ilusión”, está ahora obsesionado por la mayor desilusión de nuestro
tiempo.
Su anterior ilusión suponía al menos un ideal positivo. Su desilusión
actual es enteramente negativa. En consecuencia, su papel es
intelectual y políticamente infecundo. También en eso se parece al
amargado ex-jacobino de la época napoleónica. Wordsworth y Coleridge
estaban fatalmente obsesionados por el ”peligro jacobino”; su miedo
amortiguó incluso su genio poético. Fue Coleridge quien denunció en la
Cámara de los Comunes un proyecto de ley de prevención de la crueldad
contra los animales como ”el mejor ejemplo de jacobinismo legislativo”.
El ex-jacobino pasó a ser el apuntador de la reacción antijacobina en
Inglaterra. Directa o indirectamente, su influencia se encuentra detrás
de las leyes contra los escritos sediciosos y la correspondencia
traidora, de prácticas traidoras y de reuniones sediciosas (1792-94),
detrás de la derrota de las reformas parlamentarias, detrás de la
suspensión del acta de habeas corpus, y del aplazamiento, durante toda
una generación, de la emancipación de las minorías religiosas de
Inglaterra. Y, en vista de que el conflicto con la Francia
revolucionaria ”no era ocasión de hacer experimentos azarosos”, también
al mercado de esclavos se le concedió derecho a la vida ... en nombre de
la libertad.
Exactamente de la misma manera, nuestros ex-comunistas, por la mejor
de las razones, hacen las cosas más execrables. El ex-comunista avanza
brevemente en primera línea en toda caza de brujas. Su ciego odio hacia
su anterior ideal es una levadura para el conservadurismo contemporáneo.
No es raro que los ex-comunistas denuncien la más suave tendencia del
”estado benefactor” como ”bolchevismo legislativo”. El ex-comunista hace
una contribución de peso al clima moral en que se incuba la
contrapartida moderna de la reacción anti-jacobina inglesa.
La grotesca actuación del ex-comunista es un reflejo de la situación
sin salida en que él mismo se encuentra. La situación sin salida no es
exclusivamente suya; él se encuentra en el mismo callejón en que toda
una generación lleva una vida incoherente y perpleja.
El paralelo histórico aquí trazado se extiende al paisaje general de
las dos épocas. El mundo está escindido entre el stalinismo y la alianza
anti-stalinista de modo muy parecido a como estuvo escindido entre la
Francia napoleónica y la Santa Alianza. Es una escisión entre una
revolución ”degenerada”, explotada por un déspota, y una agrupación de
intereses conservadores predominantes, aunque no exclusivos. En términos
de política práctica, la elección parece estar ahora, como lo estuvo
entonces, limitada a esas alternativas. Sin embargo, los aspectos buenos
y malos de esa controversia están tan desesperadamente confundidos que,
cualquiera que sea la elección que se haga, y cualesquiera que sean los
motivos prácticos de la misma, es casi seguro que a la larga, y en el
sentido más ampliamente histórico, esté equivocada.
Un hombre honrado y de mente crítica podría reconciliarse tan poco
con Napoleón como con Stalin. Pero, a pesar de la violencia y engaños de
Napoleón, el mensaje de la revolución francesa sobrevivió para resonar
poderosamente durante todo el siglo XIX. La Santa Alianza liberó a
Europa de la opresión napoleónica y, por algún momento, su victoria fue
aclamada por la mayoría de los europeos. No obstante, lo que
Castlereagh, Metternich y Alejandro I tenían que ofrecer a la Europa
”liberada” era meramente la conservación de un viejo orden en
descomposición. Así, los abusos y la agresividad de un imperio
engendrado por la revolución permitieron seguir viviendo al feudalismo
europeo. Ése fue el más inesperado triunfo de los ex-jacobinos. Pero el
precio que pagaron fue que ellos mismos, y su causa antijacobina,
aparecieron como anacronismos viciosos y ridículos. En el año de la
derrota de Napoleón, Shelley escribió a Wordsworth:
In honoured poverty thy voice did weave
Songs consecrate to truth and liberty —
Deserting these, thou leavest me to grieve,
Thus having been, that thou shouldst cease to be.[2]
Si nuestros ex-comunistas tuviesen algún sentido histórico, harían bien en ponderar esa lección.
Algunos de los animadores ex-jacobinos de la reacción antijacobina
tenían tan pocos escrúpulos ante su cambio de chaqueta como los Burnhams
y los Ruth Fischers de hoy. Otros sentían remordimientos, y se
excusaban mediante el recurso al sentimiento patriótico, o a una
filosofía del mal menor, o a ambas cosas, para explicar por qué habían
tomado el partido de las viejas dinastías contra un emperador
advenedizo. Aunque no negasen los vicios de las cortes y de los
gobiernos que en otro tiempo habían denunciado, alegaban que aquellos
gobiernos eran más liberales que Napoleón. Eso era sin duda verdad en el
caso del gobierno de Pitt, aunque a la larga la influencia social y
política de la Francia napoleónica en la civilización europea fuese más
permanente y fecunda que la de la Inglaterra de Pitt; y no hay ni que
hablar de la Austria de Metternich o la Rusia del zar Alejandro. ”¡Qué
pena que todas las mejores esperanzas de la tierra estén puestas en
ti!”: ése fue el suspiro de resignación con que Wordsworth se reconcilió
con la Inglaterra de Pitt. ”Mucho más abyecto es tu enemigo”, era su
fórmula de reconciliación.
”Muchísimo más abyecto es tu enemigo”, podría haber sido el lema de The God that Failed
y de la filosofía del mal menor expuesta en sus páginas. El ardor con
que los escritores de ese libro defienden al Occidente contra Rusia y el
comunismo es a veces enfriado por la incertidumbre o por una inhibición
ideológica residual. La incertidumbre aparece entre líneas de sus
confesiones, o en curiosos apartes.
Silone, por ejemplo, describe aún la Italia pre-mussoliniana contra
la que, en su condición de comunista, se había rebelado, como
”pseudodemocrática”. Apenas cree que la Italia post-mussoliniana sea
mejor, pero ve a su enemigo staliniano como ”más, mucho más abyecto”. En
mayor medida que los demás coautores del libro que comentamos, Silone
tiene conciencia del precio que los europeos de su generación han pagado
ya por la aceptación de filosofías de mal menor. Louis Fischer aboga
por la ”doble repulsa” del comunismo y del capitalismo, pero su repulsa
de este último suena a débil fórmula para salvar la cara; y su culto
recién descubierto del gandhismo no hace otra impresión que la de un
escapismo embarazoso. Pero es Koestler quien, ocasionalmente, en medio
de toda su afectación de frenesí anticomunista, revela algunas curiosas
reservas mentales: ”...si revisamos la historia — dice — y comparamos
los fines elevados en cuyo nombre empiezan las revoluciones, con el
triste final al que conducen, vemos una y otra vez cómo una civilización corrompida corrompe a sus propios productos revolucionarios” (el subrayado es mío). ¿Ha meditado Koestler las implicaciones de sus propias palabras, o no hace otra cosa que acuñar un bon mot?
Si el ”producto revolucionario”, el comunismo, ha sido realmente
”corrompido” por la civilización contra la que se ha rebelado, entonces,
por repulsivo que el producto pueda ser, la fuente del mal no está en
el mismo, sino en aquella civilización. Y eso será así con independencia
del celo con que el propio
Koestler pueda hacer de abogado de los ”defensores” de la civilización a lo Chambers.
Aún más sorprendente es otro pensamiento — ¿o quizás es también
solamente un bon mot? — con el que Koestler pone inesperadamente fin a
su confesión:
”Serví al partido comunista durante siete años, el
mismo tiempo que Jacob pastoreó las ovejas de Labán para conseguir a
Raquel. Cuando el tiempo estuvo cumplido, la novia fue conducida a la
oscura tienda de Jacob; hasta la mañana siguiente no descubrió éste que
sus ardores se habían dirigido no a la amable Raquel, sino a la
desagradable Lía.
Me pregunto si Jacob se recuperó alguna vez de la
conmoción emocional de haber dormido con una ilusión. Me pregunto si
después creyó haber creído alguna vez en aquélla. Me pregunto si el
final feliz de la leyenda se repetirá; porque, al precio de otros siete
años de esfuerzos, Jacob obtuvo también a Raquel, y la ilusión se hizo
carne.
Y los siete años no le parecieron más que unos pocos días, por el amor que le tenía.”
Uno puede pensar que Jacob-Koestler se entrega a la ingrata reflexión
de si no habrá dejado demasiado precipitadamente de pastorear las
ovejas de Labán-Stalin, en vez de esperar con paciencia a que su
”ilusión se hiciese carne”.
Mis palabras no pretenden censurar, ni menos castigar, a nadie. Mi
propósito, conviene repetirlo, es poner de relieve una confusión de
ideas que el intelectual ex-comunista no es el único en padecer.
En uno de sus artículos recientes, Koestler desahoga su irritación
contra aquellos buenos viejos liberales que se escandalizaron por el
exceso de celo anticomunista en un antiguo comunista y le vieron con el
disgusto con que la gente ordinaria ve al ”sacerdote que cuelga la
sotana y se lleva a una muchacha al baile”.
Bueno, los buenos viejos liberales pueden tener razón, después de
todo: es posible que ese tipo peculiar de anticomunista les parezca como
un cura que cuelga la sotana y se ”lleva al baile” no precisamente una
muchacha, sino una ramera. La completa confusión intelectual y emocional
del ex-comunista le hace inadecuado para toda actividad política. Está
acosado por una vaga sensación de haber traicionado o sus ideales
anteriores o los ideales de la sociedad burguesa; como Koestler, puede
incluso tener una noción ambivalente de haber traicionado unos y otros.
Entonces intenta suprimir su sentimiento de culpabilidad e
incertidumbre, o esconderlo con una manifestación de extraordinaria
certidumbre y frenética agresividad. Insiste en que el mundo debería ver
la incómoda conciencia que él padece como la más clara de las
conciencias. Es posible que el ex-comunista deje de interesarse por toda
causa que no sea ésta: la de su propia autojustificación. Y, para
cualquier actividad política, ése es el más peligroso de los motivos.
Parece que la única actitud digna que el intelectual ex-comunista puede adoptar es la de elevarse au-dessus de la mêlée.
No puede unirse al campo stalinista, ni a la Santa Alianza
anti-stalinista, sin hacer violencia a lo mejor de sí mismo. Dejémosle,
pues, que se mantenga aparte de ambos campos. Dejémosle que trate de
recuperar el sentido crítico y la imparcialidad intelectual. Dejémosle
superar la pequeña ambición de meter un dedo en el pastel político.
Dejémosle en paz al menos con su propio yo, si el precio que ha de pagar
por una falsa paz con el mundo es la renuncia de sí mismo y la denuncia
de sí mismo.
Eso no quiere decir que el ex-comunista que sea escritor, o
intelectual en general, deba retirarse a la torre de marfil. (De su
pasado le queda un desprecio por la torre de marfil.) Pero sí puede
retirarse a una torre de observación, a una atalaya. Observar
alerta y con im parcialidad este inquieto caos de mundo, estar al acecho
de lo que pueda brotar del mismo e interpretarlo sine ira et studio;
ése es ahora el único servicio honorable que el intelectual
ex-comunista puede ofrecer a una generación en la que la observación
escrupulosa y la interpretación honrada se han hecho tan tristemente
raras. (¿No es chocante lo poco que se encuentra de observación e
interpretación, y lo mucho de íilosofismos y sermoneos, en los libros de
la pléyade de los escritores ex-comunistas de talento?)
Pero, ¿puede ahora verdaderamente el intelectual ser un observador
imparcial de este mundo? Aunque el tomar partido le haga identificarse
con causas que no son la suya, ¿no tiene igualmente que tomar partido?
Bien, podemos recordar a algunos grandes ”intelectuales” del pasado que,
en una situación similar, se negaron a identificarse con ninguna causa
establecida. Su actitud parecía incomprensible a muchos de sus
contemporáneos: pero la historia ha probado que su juicio había sido
mejor que las fobias y odios de su tiempo. Podemos mencionar aquí tres
nombres: Jefferson, Goethe y Shelley. Los tres, cada uno de ellos de una
manera diferente, tuvieron que enfrentarse a la opción entre la idea
napoleónica y la Santa Alianza. Los tres, cada uno de ellos de manera
diferente, se negaron a elegir.
Jefferson fue el más leal de los amigos de la revolución francesa en
el período heroico de sus comienzos. Estaba dispuesto a perdonar incluso
el terror, pero se apartó con disgusto del ”despotismo militar” de
Napoleón. Sin embargo, no tuvo trato alguno con los enemigos de
Bonaparte, los ”hipócritas liberadores” de Europa, como él les llamaba.
Su imparcialidad no era meramente lo que convenía al interés diplomático
de una república joven y neutral; brotaba naturalmente de las
convicciones republicanas y de la pasión democrática del propio
Jefferson.
A diferencia de Jefferson, Goethe vivió en el mismo centro de la
tormenta. Las tropas de Napoleón y los soldados de Alejandro, por turno,
establecieron sus cuarteles en Weimar. Como ministro de su príncipe,
Goethe se inclinó de modo oportunista ante uno y otro invasor; pero como
pensador y como hombre se mantuvo no comprometido y apartado. Era
consciente de la grandeza de la revolución francesa y estaba
impresionado por sus horrores. Saludó el sonido de los cañones franceses
en Valmy, como la obertura de una época nueva y mejor, y supo ver a
través de las locuras de Napoleón. Aclamó el momento en que Alemania se
liberó de Napoleón, y tuvo una aguda conciencia de la miseria de aquella
”liberación”. Su alejamiento, en ese y en otros asuntos, le valieron el
sobrenombre de ”el olímpico”; y no siempre se pretendía que esa
etiqueta fuese enaltecedora. Pero su aspecto olímpico no se debía a su
indiferencia por el destino de sus contemporáneos. Velaba su drama
personal: su incapacidad y falta de ganas de identificarse con causas
que eran un inextricable revoltijo de elementos buenos y malos.
Finalmente, Shelley contempló el choque de los dos mundos con toda la
ardiente pasión, ira y esperanza de que era capaz su gran alma joven:
indudablemente él no era un ”olímpico”. Aun así, ni por un momento
aceptó las pretensiones santurronas de ninguno de los beligerantes. A
diferencia de los ex-jacobinos, más viejos que él, fue fiel a la idea
republicana jacobina. En su condición de republicano, y no como patriota
de la Inglaterra de Jorge III, dio la bienvenida a la caída de
Napoleón, aquel ”esclavo sin verdaderas ambiciones” que ”bailó e hizo
cabriolas sobre el sepulcro de la libertad”. Pero, como republicano,
sabía también que ”la virtud tiene un enemigo más eterno” que las
violencias y los fraudes bonapartistas: ”la vieja costumbre, el crimen
legal y la fe sanguinaria”, encarnados en la Santa Alianza.
Los tres — Jefferson, Goethe y Shelley — fueron en cierto sentido
ajenos al gran conflicto de su época, y por eso la interpretaron con
mayor verdad y penetración que los asustados y odiadores partidistas de
uno y otro lado.
Es una lástima y una vergüenza que la mayor parte de los
intelectuales ex-comunistas se inclinen a seguir la tradición de
Wordsworth y Coleridge mejor que la de Goethe y Shelley.
Notas:
[1] En aquella aurora era una felicidad estar vivo;
¡pero ser joven era el cielo mismo!
[2]
En una honrada pobreza tu voz tejió / cantos consagrados a la verdad y
la libertad. / Al abandonarlos, me haces que lamente / que, habiendo
sido así, hayas dejado de serlo.
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