¿Quiere realmente la democracia? Entonces no puede querer quedarse en el euro.
No es posible salvar nada haciendo concesiones respecto a los principios más fundamentales de la política, pues nunca se ha salvado nada a costa de la democracia.
Escuchad. No voy a decir cosas muy técnicas ni cosas muy nuevas. Tampoco voy a presentaros un plan de arquitectura monetaria alternativa. Me gustaría simplemente insistir en lo que a mi modo de ver son los aspectos fundamentales que están en juego bajo el nombre de plan B.
Y sin embargo me gustaría empezar destacando que hay carencias en la racionalidad elemental del aprendizaje que no solo son errores intelectuales, sino que casi son crímenes políticos, atentados a la esperanza en todo caso. Por ejemplo, aquellas que el grillete del euro anula radicalmente y que solo podrán restaurarse rompiendo este grillete.
Precisamente ahora que podría hacerse, después de mucho tiempo, un análisis del callejón sin salida liberal, de una forma de tiranía burocrática que anula toda posibilidad de compromiso, resulta que el espectáculo de un gobierno de izquierdas –griego, en este caso– molido a palos en las trastiendas de la eurozona no basta para dejarlo claro, y que ellos mismos, algo sonados, continúan buscando lo inencontrable y queriendo lo imposible: el euro progresista y democrático, el equivalente monetario del elefante rosa o de la gran serpiente emplumada.
Y es como si esta izquierda fuera a incorporarse –lo quiera o no, se dé cuenta de ello o no– al gran partido unificado del euroliberalismo, al menos en lo que constituye en realidad su último argumento, lo que yo llamo el fetichismo del euro: el euro intransitivo, el euro por el euro sean cuales sean las consecuencias.
Pues finalmente, a la pregunta “¿Por qué el euro?”, el europeísta intransitivo y sus partidarios solo saben responder “porque sí”, o cuando tratan de decir otra cosa –seamos escrupulosos, a veces tratan de hacerlo– lo único que puede sacarse en claro de sus palabras es una profesión de fe propia de Miss Francia –quiero decir, por supuesto, de Miss Europa– en la que el núcleo argumental consiste en la idea de la paz y la amistad entre los pueblos.
Y como pasa con todos los sonámbulos si no queremos hacerlos caer del podio, es sin duda peligroso despertarlos de su sueño alucinado para hacerles ver que, de acuerdo con sus propios criterios, la construcción europea es un terrible fracaso. Jamás se habían visto tantas tensiones políticas de todo tipo, y tan cerca del punto crítico: la extrema derecha nacionalista a las puertas del poder, separatismo endémico, pueblos que se levantan unos contra otros, etcétera, etcétera.
Si la construcción europea fracasa hasta ese punto, y según sus propios criterios, es sin duda que algo ha sido mal pensado por el camino, pero ¿qué? La respuesta a esta pregunta es la siguiente: lo que ha sido mal pensado –en realidad, lo que no ha sido pensado en absoluto– son las condiciones de posibilidad de la constitución de una comunidad política. La eurozona dice morir en deseos de ser una comunidad política. Pero la verdad es que nunca ha querido serlo, en todo caso no en el sentido de una comunidad política democrática. ¿Puede llegar a serlo? Esta es la cuestión.
Yo pienso, desgraciadamente, que la respuesta es no, y que después de tantos años perdidos, ya va siendo hora de admitirlo. De entrada, la respuesta es no, porque, contrariamente a lo que dice una leyenda urbana mediáticamente muy difundida, liberalismo y democracia distan mucho de ser sinónimos perfectos.
Digamos, más bien, que debido a su carácter de doctrina para uso de los más fuertes, el liberalismo tolera muy bien ser de geometría variable. Por ejemplo, el neoliberalismo europeo no ve ningún problema en el hecho de ser un “iliberalismo” político profundamente antidemocrático. Ahora bien, hasta hace poco, el neoliberalismo era la tendencia general de todos los Estados miembros. ¡Y luego vino Syriza! Y Podemos, y la coalición portuguesa, alternativas un tanto balbuceantes, incluso timoratas respecto a esta cuestión decisiva del euro, pero finalmente las cosas parecen poder cambiar y la esperanza parece renacer.
Y digo, sin embargo, que las cosas cambiarán todavía más, tarde o temprano llegará el momento en que toparán con un obstáculo singular, y singularmente resistente. Estoy pensando en Alemania.
¿Es todavía posible hablar de Alemania en Francia? Tendría que serlo, sobre todo teniendo en cuenta que nada impide en principio caminar entre los escollos de la negación y la eructación germanófoba, pero la catástrofe es que el riesgo de topar con el segundo escollo conduce sistemáticamente al primero, y que a fuerza de tener miedo de los malos pensamientos, uno acaba prohibiéndose pensar en nada, y en particular en la idiosincrasia monetaria alemana.
La izquierda sufre un ataque de pánico intelectual de tal magnitud que se ha vuelto casi imposible pensar cualquier cosa de este tipo. Tiene que haberse producido, efectivamente, una terrible regresión teórica para que un análisis como este sea groseramente reducido o equiparado a una evidentemente y también aberrante psicología del espíritu de los pueblos, o liquidado, de manera aún más clara, etiquetándolo de esencialismo, que es en este caso el asilo de la ignorancia voluntaria y del rechazo a analizar.
¿Acaso hay que renunciar, por ejemplo, a reflexionar sobre la relación particular que tiene la sociedad norteamericana con las armas de fuego, o a la que tiene la sociedad francesa con el laicismo o con el Estado, por temor a caer en el esencialismo americanófobo o francófobo?
¿Acaso las ciencias sociales, y especialmente las históricas, no tienen, entre otros, el objetivo de poner en evidencia los imaginarios comunes y de analizar las creencias colectivas de larga duración, que solamente las ciencias llamadas humanas –y especialmente las que tienen que ver con la economía–, sumidas como están en un individualismo metodológico, han perdido totalmente de vista?
El drama de la época es que sea preciso hacer tantos preámbulos para tener alguna posibilidad de establecer una discusión analítica un poco seria sobre la cuestión alemana, discusión analítica seria cuyo criterio mismo es que sea posible tenerla en presencia de nuestros camaradas alemanes, una discusión que evidentemente no puedo desarrollar aquí in extenso, pero que resumiré en unos cuantos puntos que me parecen esenciales:
1/ Es indiscutible que todos los Estados miembros, arrastrados desde hace décadas por la ola neoliberal, han validado con entusiasmo los principios ideológicos de la eurozona y se han hecho corresponsables de ellos. ¡Todos!
2/ Esta unanimidad no debe impedirnos ver que, entre todos estos estados, Alemania juega a algo que solo le pertenece a ella, porque lo ha heredado de su historia, que es una historia singular.
3/ A medio camino entre la obsesión y la conjuración de los traumas del pasado, y la reinversión simbólica en una identidad de sustitución, la sociedad alemana ha establecido con la moneda una relación que no tiene equivalente en Europa y de la que puede afirmarse que es una relación metapolítica en la medida en que difiere por su naturaleza y también por su temporalidad de las ideologías políticas ordinarias.
4/ Se ha seguido de ello que la adopción de su modelo institucional y concretamente la beatificación de los principios de política monetaria y presupuestaria en unos textos intocables –los de los tratados– han sido las contrapartidas sine qua non de la entrada de Alemania en la eurozona. Desde ese mismo instante, el carácter antidemocrático del euro estaba sellado, pues se sale de la democracia en el momento en que las orientaciones fundamentales de la política económica se sustraen a la deliberación de cualquier instancia parlamentaria ordinaria.
5/ Es verdad, sin embargo, que, como toda formación política, por mucho que haya durado, la creencia monetaria alemana producida por la Historia, pasará con la Historia.
6/ Y como toda creencia, por lo demás, tampoco esta es unánimemente aprobada en la sociedad alemana. El hecho de que tenga sus disidentes, a semejanza precisamente de los camaradas aquí presentes, no impide que de momento sus raíces sean profundas. Quiero destacar un dato elemental de una interpretación tosca de las prácticas monetarias: que en Alemania el 80% de los pagos se hacen en efectivo, mientras que en Francia son el 56% y en Estados Unidos el 46%. ¡Un dato significativo, sin duda!
Y que la utilización de las tarjetas de crédito es realmente objeto de una reprobación social. Digo esto pensando en quienes creen que la fijación monetaria es algo exclusivo de las élites alemanas o del capital alemán, y que el resto de la sociedad está exenta de ello. No es así en absoluto, y podría señalar otros muchos indicios…
7/ Sabiendo dónde se encuentra ahora el centro de gravedad de la sociedad alemana por lo que respecta a esta cuestión monetaria, habría que preguntarse cuáles son las probabilidades de que llegue a desplazarse, con qué amplitud y sobre todo a qué velocidad. Si, como yo creo, es una cuestión que puede alargarse en el tiempo, el problema es que hay poblaciones en Europa que ya no tienen tiempo de esperar.
Es posible retomar sintéticamente todos estos elementos diciendo lo siguiente:
Tenemos en Europa el problema general del neoliberalismo, pero ese problema general conoce una complicación particular, que es la complicación ordoliberal alemana.
¿Por qué doy tanta importancia a la idiosincrasia monetaria alemana? Porque es el grillete del grillete, y porque para mí es el núcleo de una anticipación razonada que podría hacernos ganar tiempo haciéndonos recorrer, mediante el pensamiento, el proceso del plan A para llegar inmediatamente a su término.
Y al final del trayecto, e incluso habiendo superado todas las demás dificultades, la complicación alemana será, me temo, el último obstáculo con el que toparían las tentativas de reconstrucción de un euro democrático. Pues si por algún motivo extraordinario dicho proyecto llegase a tomar consistencia, sería Alemania –podemos estar convencidos de ello– la que tomaría el portante, ¡posiblemente acompañada, por lo demás! ¡Y he ahí la hipótesis sistemáticamente olvidada, la tarea ciega por excelencia, el Grexit! Y la paradoja del otro euro, del euro democratizado, es que fracasaría en el momento mismo en que se dispone a triunfar, por el hecho mismo de que se dispone a triunfar.
Es este término el que condena del modo más concluyente el proceso, la simple probabilidad de su nacimiento es de las más débiles. Y es que el inicio de una prueba de fuerza en el seno de la eurozona supone prácticamente algo más que un simpático partido progresista europeo.
Hace falta también el acontecimiento efectivo y simultáneo de un número suficiente de gobiernos verdaderamente de izquierdas. Pero ¿cuánto tiempo ha tenido que pasar para que se produjera en Grecia la primera verdadera alternancia política en la Unión Europea? ¿Y cuál sería la probabilidad conjunta de esta alineación de planetas que estoy evocando? Es casi nula, y todo el mundo aquí lo sabe.
Entre los numerosos errores intelectuales del internacionalismo, del internacionalismo imaginario, está el que consiste en esperar, con el arma en posición de descanso, la sincronización del levantamiento continental. Pues bien, en ese caso, y al igual que los alabarderos de la ópera que cantan “Marchons, marchons!” marcando el paso, con opositores como nosotros el euro tiene todavía muchos días por delante. De todo esto se puede extraer una conclusión y solo una. La conclusión del internacionalismo real.
El internacionalismo real no es el permanente ojo avizor ante el desierto de los tártaros, sino la coordinación de las izquierdas europeas para trabajar en todas partes para el advenimiento de la ruptura y la salida, y luego empujar al primero que esté en situación de efectuarla, ¡sin que tenga que esperar a los demás!
El internacionalismo real es también el abandono de esta aberración que solo sabe medir los lazos entre los pueblos con el rasero de la integración monetaria, la circulación de las mercancías o la de los capitales. Y es, a contrario, el tejido de todos los demás lazos posibles e imaginables: científicos, artísticos, culturales, estudiantiles, tecnológicos e industriales, etcétera, etcétera.
El internacionalismo real es, en fin, salir de la intimidación, de la intimidación de la extrema derecha nacionalista, o más exactamente, de la intimidación por parte del eurobloque liberal que solo tiene este argumento en reserva. Sin duda la extrema derecha es abominable, pero también es providencial porque permite tratar de “nacionalistas xenófobos” a todos aquellos que proyectan irse de la jaula de hierro. Es muy simple: ¡si en Francia no existiese el FN, habría que inventarlo!
Y lo peor de todo es que es una izquierda lo bastante burra como para dejarse asustar, incluso, a veces, para hacer su propia aportación a ese argumento tan infame como engañosamente seductor. Pues por razones que tienen que ver a la vez con los temores de su electorado de más edad, con su ideología económica invertebrada, y con las colusiones que ya ha establecido con el capital, un FN llegado al poder no tomaría la decisión de salir del euro. Y es aquí donde los errores intelectuales se convierten en desastres políticos.
La izquierda amedrentada se habrá dejado arrebatar sin combatir una alternativa que el que se la habrá arrebatado ni siquiera llegará a explotar. ¡Espléndido resultado! ¿Y de qué alternativa estamos hablando? De la única que representa en realidad una diferencia radical, una de estas diferencias que el cuerpo social teme no ver jamás propuesta en el ámbito de los partidos llamados de gobierno, desde ahora reducidos al grillete continuo de la derecha general. Es por ello que, muerto de hambre política, el pueblo se lanza con avidez sobre la más pequeña diferencia que pasa por su campo de visión, aunque sea la peor, la más falaz, la que esgrimen los más inmundos demagogos, porque es al menos una diferencia y porque crea la sensación de que es posible respirar de nuevo.
Si no tuviese miedo de su sombra, sería la izquierda la que podría introducir una diferencia políticamente digna: la diferencia de la salida del euro, la diferencia de la soberanía democrática restaurada, la diferencia del bloqueo a toda política progresista finalmente levantado, la diferencia del internacionalismo real.
Si consigue liberarse de todas las prohibiciones imaginarias y de todas las inconsecuencias que hasta ahora han pesado terriblemente sobre la cuestión del euro, el plan B no tiene otro sentido que ser el portador histórico de esta diferencia. Y en el punto en que nos encontramos, digámoslo con énfasis: es el único restaurador posible de la democracia.
Pero todavía es necesario que tenga las ideas un poco más claras, y un poco menos de esa pusilanimidad que ha condenado a Tsipras a tantas renuncias, a tantas derrotas y, desgraciadamente, a fin de cuentas, a tantas humillaciones.
Tener las ideas claras es saber por qué se pone uno en movimiento y por qué se lucha. Si no quiere ser la B de Baratija o de Bagatela, el plan B tendrá que apuntar como mínimo al objetivo máximo, que es de hecho el mínimo admisible: el objetivo de la plena democracia.
La plena democracia es la desconstitucionalización integral de todas las disposiciones relativas a la política económica y su repatriación al perímetro de la deliberación política ordinaria. Pero es esto mismo lo que es radicalmente imposible en la medida en que el euro democrático es una realidad que tiene casi tan poco de realidad como un círculo cuadrado.
La experiencia decisiva para convencerse de ello consistiría en preguntar simplemente a los electores alemanes si aceptarían que el estatus del Banco central, la naturaleza de sus cometidos, la posibilidad de la financiación monetaria de los déficits, el nivel de las deudas, la posibilidad de anularlas, en fin, si aceptaría que todas estas cosas se sometiesen a la deliberación ordinaria de un Parlamento europeo. Y, por supuesto, también cuando las posiciones alemanas en estos asuntos quedasen en minoría.
Pues, en una primera aproximación ¡la democracia es eso! No creo que la respuesta a esta cuestión vaya a tardar mucho… Y no será ciertamente la que dan por descontada los amigos del euro democrático o los del Parlamento del euro. Pues bien, y lo digo de pasada, esta es ciertamente una de las aberraciones paradójicas y características del poder de intimidación del euro: que sea posible ver a los representantes de la izquierda radical y a los de la socialdemocracia más inofensiva haciendo causa común en torno a las mismas ilusiones, y topando con el mismo miedo a cuestionar lo que tiene que ser cuestionado.
El plan B como bagatela, como fruslería, sería flaquear ante el único compromiso importante –la democracia total–, y montar una máquina de guerra de cartón-piedra para recuperar algunas anulaciones de deudas, o la autorización de un punto suplementario de déficit presupuestario, dejando por supuesto intacto el resto de la estructura antidemocrática.
Lamentablemente, es muy posible, si se quiere, como ha hecho Tsipras y como han hecho otros después de él, posponer el máximo tiempo posible el momento en que las contradicciones se quedan totalmente al desnudo: rechazar la austeridad y quedarse en el euro, tener el euro y la democracia. Estas promesas son insostenibles porque son contradictorias, y peor que contradictorias, sin solución de compromiso posible. Si quiere dejar atrás la inanidad, la izquierda tendrá que sanar de este mal de la época que es la inconsecuencia, es decir, tendrá que aprender a querer las consecuencias de lo que quiere.
¿Quiere realmente la democracia? Entonces no puede querer quedarse en el euro.
No es posible salvar nada haciendo concesiones respecto a los principios más fundamentales de la política, pues nunca se ha salvado nada a costa de la democracia.
En general, antes de ir a la guerra, conviene tener muy claros cuáles son los objetivos. Excepto para los amantes de las tisanas, no tiene ningún sentido guardar el rabo de las cerezas. Corresponde, pues, a la izquierda del plan B decidir si quiere tomarse una infusión y “buenas noches”, o si quiere finalmente recuperar el sabor de la verdadera política.
Muchas gracias.
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