El dios mercado y la muerte del estado. Alfonso J. Palacios Echeverría. Rebelión
Cuando nos preguntamos por qué se ha desenfrenado el egoísmo en los seres humanos, y la evidente deformación de principios que se manifiesta en todos los niveles y formas de la organización social, muchas veces referimos como causa de ello la degeneración de la educación, la pérdida de principios morales básicos, y varias cosas más, pero rara vez caemos en cuenta que el origen de las causas está en un hecho indiscutible: no somos los humanos los que gobernamos nuestras propias vidas, sino el “dios mercado”, ante el que se han rendido todos los poderes, el que realmente ha causado esta lamentable situación.
Todos, de una forma o de
otra, somos víctimas de la destrucción de valores que se inoculó en las
mentes de los individuos al sustituir los principios más elementales de
la convivencia humana por el culto, la idolatría al mercado.
Nada tiene ahora un valor que no pueda ser transado. Son las monedas de
plata de la traición con que hemos degenerado lo mejor de la raza humana
ante el altar del consumo desenfrenado, la especulación desmedida, y la
pérdida de los valores fundamentales.
Luego del periodo de
«modernización» neoliberal del Estado y de la transformación del ciclo
político de la economía en gobiernos económicos de la política, de las
«gobernabilidades» y «gubernamentalidades» democráticas sometidas a los
dictados del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, después de
estos procesos de «gran transformación», comenzaron a plantearse
tensiones, conflictos y confusiones entre la razón de Estado y la razón
de mercado. El primero empezó a someterse al segundo.
La
pregunta giraba alrededor de los efectos de la penetración de la
racionalidad estatal por parte de la racionalidad mercantil y
empresarial, en tiempos en que declinaba «el ciclo político del
Estado-Nación». Y también entonces cabía interrogarse en qué medida el
mercado había dejado de ser una racionalidad exclusivamente económica
para volverse también social, política y hasta cultural, dominante en la
moderna sociedad de mercado, donde también el Estado sería parte del
mercado.
Tras más de tres décadas de dominio de las fuerzas y
los intereses económicos sobre las instituciones y los poderes
políticos, es necesario plantear un nuevo problema: ¿en qué estado se
encuentra el proceso de desestatalización del Estado por parte del
mercado? ¿Qué queda del Estado? Y de manera más general, ¿qué queda del
mismo sistema político (régimen de gobierno, sociedad civil, sociedad
política)? Esto, a su vez, remite a una cuestión ulterior: ¿para qué
sirve hoy el Estado y qué es lo que puede hacer? Si ya no es el Estado
el que regula a la sociedad, ¿a qué ha quedado reducida su función de
gobernar? La crisis actual no solo pone a prueba la naturaleza residual
del Estado moderno, sino que además manifiesta su más oculta realidad y
sus límites menos evidentes, así como el extraordinario poderío del
capital/mercado.
El desarrollo del capital adopta un modo de
«producción destructiva», según el cual destruye todo aquello que le
impide producir una nueva forma y fase superior de su desarrollo. Por
esta razón, el capital devasta todo lo que no puede reciclar del Estado
para su propia expansión. Tal devastación del Estado por el capital y el
mercado reproduce a su vez esta forma «destructivo-productiva»:
destruye toda aquella estatalidad que impide o no puede ser
refuncionalizada para el desarrollo del capital, a la vez que el mismo
mercado produce una nueva estatalidad, que convierte al Estado en un
instrumento de las lógicas, los intereses y las fuerzas del mercado.
Esto mismo ocurre con todas las instituciones de la «sociedad societal»:
el mercado destruye la familia y produce una diversidad de formas
familiares (monoparental, pluriparental, monoparental), que le son
funcionales.
Del Estado, como de las demás instituciones de la
sociedad, el mercado conserva la apariencia de sus formas, pero
vaciándolo de su sustancia institucional; de todo lo que produce
socialidad, vínculos sociales y cohesión social, categorías todas ellas
incompatibles con la lógica y los intereses del mercado.
Es así
como el Estado ha sido progresivamente despojado de su función de
gobernar. No solo ha perdido su eficiencia gobernante, sino que también
ha confundido y cambiado los modos de gobernar, y ha dejado de ser un
organismo e instrumento de gobierno.
El modelo empresarial fue
propuesto en la euforia neoliberal de los 90 como un ejemplo para el
Estado, pero también para las universidades, la familia, el partido, el
deporte... Respecto del Estado, el objetivo de este modelo no era solo
que se gobernara como si fuera una empresa, sino también que el mismo
Estado ejerciera un gobierno empresarial. Es así como surgen y se
imponen los criterios de usuario, cliente y consumidor (en relación con
los ciudadanos), de control de calidad (de los productos), de
competitividad, eficacia, rendimiento (de las acciones).
La
desestatalización del Estado se convierte, de manera casi invisible, en
una mercantilización del Estado. Los problemas que no se pueden o no se
quieren resolver políticamente se administran (eso sí: con los mejores
rendimientos y con las mayores utilidades). Esto es justamente lo que
ocurre desde hace dos décadas con la exitosa hipérbole de la «lucha
contra la pobreza», cuya imponente y rentable administración es la mejor
garantía para que dicha lucha nunca termine y para que las causas de la
pobreza no sean afectadas jamás.
La gestión empresarial de la
acción del Estado –desde la salud y la educación hasta la seguridad
ciudadana– se sujetará a los criterios de calidad, competitividad y
eficiencia empresariales: de ahí que la finalidad no sea tanto que los
hospitales sanen, las escuelas eduquen y los fondos de pensiones
garanticen la seguridad a sus beneficiarios, sino que produzcan
beneficios.
La gobernanza escamotea la relación y la
responsabilidad políticas entre gobernantes y gobernados las sustituye
por el gobierno de los procedimientos y de los automatismos anónimos de
la empresa y del mercado. La gobernanza global solo puede construirse a
partir de y a costa del casi total debilitamiento de los Estados
nacionales. La búsqueda de capacidades de decisión y de instituciones
mundiales en condiciones de gobernar la globalización reivindica el
dominio de los mercados sobre la política y los Estados, promoviendo un
creciente apoliticismo y una despolitización de la política, para que
aquellos y esta puedan quedar sujetos a los intereses y fuerzas del
mercado.
La relación entre gobernantes y gobernados se degrada
también en la medida en que la representación política es suplantada por
la representatividad de los políticos, construida a partir de
parámetros y recursos mercantiles: la «democracia de mercado» y la
«video democracia», la venta de imagen (marketing profile), las ofertas
del clientelismo político, así como el creciente poderío de los lobbies y
su influencia en aquellas decisiones que involucran colosales intereses
económicos (energéticos, agroalimentarios, de transportes,
farmacéuticos, etc.)
Si el mercado obtiene suculentos
beneficios, explotando la escenificación pública de la vida privada de
los políticos, mucho más colosal es el producto de la corrupción cuando
el ocaso de la representación política facilita la privatización de lo
público. En definitiva, el mercado no solo genera un Estado sin poder,
sino incluso una política sin poder, poniendo fin a toda una tradición
histórica y del pensamiento.
De la misma manera que el Estado
nacional, a partir del siglo xvi y durante cinco siglos, estatalizó y
nacionalizó las sociedades, hoy el mercado sostiene un proceso de
mercantilización de la sociedad. Por eso, la desestatalización de la
sociedad de mercado puede ser enfocada desde la doble perspectiva
schumpeteriana: la destructiva, en el sentido de que el mercado
desocietaliza todas aquellas instituciones que caracterizaban a la
sociedad del Estado-nación; y la productiva, por la cual la
mercantilización de la sociedad abarca desde una «antropología de
mercado» (el nuevo homo economicus) hasta una mutación mercantil del
derecho y los valores.
Hemos llegado, pues, a una situación
deformada del comportamiento social y del Estado como gran ordenador de
la convivencia social.
Sólo importa el lucro, el consumo, los
productos son fabricados para que no duren, los grandes monopolios y
oligopolios internacionales ponen los precios antojadizos que exprimen
las cada vez más escuálidas economías familiares: alimentos, medicinas,
gastos médicos y hospitalización, bienes de consumo en general, el
petróleo, el mismo dinero, etc. etc. etc. Vivimos, trabajamos para
consumir, nos gobierna el mercado, y el Estado queda solamente como
escenario para el ridículo, por falta de poder y como escenario para la
corrupción que nace de esta actitud mercantilista de gobernar, en donde
los partidos políticos son maquinarias diseñadas para beneficio de pocos
y enriquecimientos a base de la corrupción que se pacta entre
gobernantes y empresarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario