Dicen las encuestas que cuatro de cada cinco ciudadanos
(82%) quieren un sistema electoral más proporcional. Pues bien el PP,
ese partido que se ha convertido en maestro de la doble verdad, el doble
lenguaje, la doble moral y la doble contabilidad nos viene ahora con
una de “regeneración” que camufla una reforma electoral que va en
dirección totalmente contraria. Quieren convertir el 40% de los votos en
el 51% de los concejales, algo que ataca a la democracia y a la
pluralidad. Es un fraude y atenta contra el artículo 78 de la
Constitución que fija el principio de proporcionalidad electoral. Encima
tienen la desfachatez de decir que “fortalece la democracia”. Y para
despistar arropan la contrarreforma electoral en propuestas como la
reducción de aforados, que quedarán en nada, si acaso no están preñadas
de malas intenciones como la supresión de la acción penal popular
que apunta Ruiz Soroa.
¿Aporta algo la reforma electoral al buen funcionamiento de la
democracia municipal? Veamos. Actualmente hay 6.356 municipios
gobernados con mayoría absoluta y solo 1.542 por mayorías relativas. De
los gobernados por mayoría absoluta, 3.317 están en manos del PP (52%
del total). Si nos fijamos en los 98 ayuntamientos de más de 75.000
habitantes, 85 son gobernados por mayoría y solo 13 por coaliciones
(NOTA 1). ¿Dónde está el problema? Desde luego no en la gobernabilidad
de los ayuntamientos, que viene funcionando razonablemente desde hace 35
años. Además, la práctica demuestra que compartir el poder permite una
mayor fiscalización de la gestión. Por el contrario, algunos gobiernos
municipales de mayoría absoluta se han convertido en modelos de
corrupción como Marbella o los municipios del oeste madrileño implicados
en la trama Gürtel. Hay que recordar que en la mayoría de los países
europeos funcionan los acuerdos entre partidos para configurar mayorías,
junto a sistemas electorales más justos por ser más proporcionales.
El problema lo tiene el PP por su soledad. No tiene con quien pactar
por su política intransigente en todos los terrenos, por no hablar de la
corrupción, desgraciadamente bastante generalizada, que funciona mejor
sin testigos. La derecha tiene mal perder y la reforma electoral de Mariano Rajoy es
el resultado de los temores desatados por los resultados del 25 de
mayo: perdió 6.756.330 votos en relación a 2011. Las encuestas
posteriores no hacen más que confirmar esta tendencia. Si el PP perdiera
en mayo próximo un gran número de ayuntamientos importantes habría dos
claras consecuencias: quedaría muy tocado respecto a las elecciones
generales y perderían el consiguiente mercado de trabajo de cargos
públicos y asesores. Tampoco hay que descartar que la reforma electoral
busque cierto blindaje sobre la gestión y las cuentas de municipios
gobernados en solitario durante muchos años. Cuando se ha actuado
caciquilmente y con los niveles delictivos que con frecuencia aparecen
en la prensa, debe de dar cierta inquietud que otras formaciones
alcancen mayorías y puedan mirar debajo de las alfombras.
Lo cierto es que la decisión la han tomado sobre el mapa de España
con los resultados electorales previsibles en Mayo de 2015, con reforma y
sin reforma. Por ello, a pesar de que Rajoy dijo hace un año que nunca
cambiaría la ley electoral sin consenso, lo quiere hacer ahora, aunque
su palabra se siga desvalorizando. Pero es un insulto a la inteligencia
que se presente como una medida de regeneración democrática.
Esta reforma no facilitaría la evolución de la derecha hacia
posiciones más centradas y moderadas, de búsqueda de pactos y consensos.
Rajoy debería de saber que no se puede recortar y gobernar a espaldas
de la mayoría social impunemente, porque más tarde o más temprano, hay
que dar la cara. Y ese es el momento de las urnas. Pero la derecha
actual se parece como una gota de agua a la derecha de siempre en que
defiende que el “desorden” es peor que la injusticia y que todo vale
para conservar el poder. Ese es su único principio. Y le pasa como a los
marxianos (de Groucho) que decía aquello de “tengo unos principios,
pero si no les gustan tengo otros”. Ello explicaría que en Italia les
pareciera estupendo el pentapartito para evitar que gobernaran los comunistas y que en España defiendan lo contrario.
Si el PP intenta imponer este descarado pucherazo, la oposición y la
calle deberían movilizarse con toda la fuerza. Empezando por no aceptar
una negociación tramposa y bajo las patas de los caballos (dos meses de
plazo), que solo busca un “paripé” de lavado de cara. Rompiendo
relaciones ante tamaña agresión a la democracia, al menos por parte de
la izquierda. Convocando manifestaciones en todo el país, sostenidas en
el tiempo, que desenmascaren lo que no es otra cosa que un golpe de
Estado municipal. No será el respeto a la democracia, sino el miedo a la
calle y a una ruptura lo que obligue al PP a dar marcha atrás. Y en
última instancia, la izquierda debería hacer un esfuerzo supremo de
unidad en candidaturas de progreso para los ayuntamientos con el fin de
que les salga el tiro por la culata a aquellos capaces de perpetrar la
infamia de cambiar las reglas de juego en el último tramo de la
legislatura.
A veces las formas nos ahogan. La derecha intenta vanamente someter
la nueva realidad política del país a sus intereses electorales. Pero
muchas veces la Historia consiste en una lucha entre las formas y las
fórmulas con que se pretende embridar al pueblo y las explosiones de
espontaneidad y las dinámicas de unidad y cambio con las que se venga
para huir de las fórmulas desvirtuadoras. En todo caso, no hay que bajar
la guardia. Con Rajoy rondando la democracia hay que decir aquello de
¡ojo al cristo que es de plata!
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