Vuelve el cacique
Mariano Rajoy en un mitin en Sevilla. // LAURA LEÓN
En las elecciones locales de 1979 el PCE promocionó un feliz slogan que rezaba: “Quita un cacique, pon un alcalde”.
No todo se hizo mal en la transición. Partíamos de los alcaldes
elegidos a dedo por el franquismo y en esas elecciones los ayuntamientos
empezaron a estar gobernados por personas elegidas por el pueblo en
unas elecciones democráticas. 35 años después Rajoy quiere recorrer el
camino inverso proponiéndose imponer una reforma de la Ley Electoral y
de la Administración Local mediante la que se establezca la obligación
de que el alcalde de cualquier municipio sea el candidato del partido
más votado.
Partimos de una afirmación: es un clamor que se cambie la ley electoral. Pero tras este clamor, se ocultan dos intenciones justamente contrarias:
a) el sistema, -la casta como ahora se llama-, pretende aprovechar ese clamor para reducir la representatividad democrática, el pluralismo social y político,
haciendo más inútiles los votos a los partidos o candidatos
minoritarios, concentrando las opciones de gobierno (que no de poder: el
poder debe seguir en manos de la oligaquía político-financiera) en los
partidos mayoritarios, en el bipartidismo, PSOE y PP, ambos cooptados
por ese poder en la sombra que son los que realmente mandan en la
geopolítica mundial desglobalizada, en la economía, que al fin de
cuentas es lo que interesa;
b) los de abajo, los trabajadores y sus sindicatos de clase, las
mareas, las candidaturas de “Ganemos”, IU y otros partidos hasta ahora
minoritarios, los que no se resignan, pretenden ampliar la democracia formal y hacerla más participativa,
para lo que se necesita que la reforma de la ley electoral acabe con la
Ley D’Hont, para que cada voto valga lo mismo en Sevilla que en Ávila,
tanto si se le da al PP como si se le da a la última coalición de
amiguetes, y así la designación de electos sea directamente proporcional
al número de votos obtenido por cada fuerza política que se presente.
Por supuesto que la propuesta de Rajoy de cambio en la ley electoral
se inscribe en la primera intención. Nadie cambia las cosas para
perjudicarse. Al menos en la política cínica y desvergonzada en que
vivimos.
De lo que se conoce, el PP deambula entre dos opciones: 1. La primera, la más simple, es que sea alcalde el candidato más votado.
Se enmascara con la consigna de “elección directa del alcalde”. Pero en
realidad no se trata de votar a quienes los ciudadanos prefieran, sino a
quienes los partidos hayan puesto el primero de la lista. Matiz
importante. En todo caso, obviamente esta propuesta es tan burda, tan
injusta, tan poco democrática, que en realidad no es más que un globo
sonda, una especie de amenaza para lograr el consenso en torno a una
“síntesis” en la segunda propuesta; 2. La segunda propuesta es la eleccion a dos vueltas: la reforma electoral
que decidirá la asignación de votos en los 8.116 ayuntamientos
españoles otorgará la vara de alcalde de un municipio a la lista que
logre un 40% de apoyo y saque al menos cinco puntos al segundo partido.
De no obtener ese porcentaje, se celebraría una segunda vuelta, en que
se enfrentarían los dos candidatos más votados. Eso es lo que suena en
el entorno del PP.
Esta segunda opción es más digerible por el bipartidismo, pues
si respecto de la primera opción el PSOE ya ha anunciado su oposicion,
la segunda es una tentación en la que puede picar sin ningún escrúpulo.
Objetivamente, también le interesa. Al menos según sus cálculos de
avance electoral gracias a la esperada caída del PP.
En ambos supuestos, vuelve el cacique con apariencia democrática.
Porque aunque sea aparentemente más democrático que quien saque más
votos sea el alcalde, no lo es en absoluto. E incluso si la elección se
hace a dos vueltas, estaremos ante una reducción drástica del
pluralismo, que se asienta sobre la igualdad de oportunidades de todos
los candidatos y partidos. En esta segunda opción, sólo los dos primeros
tendrían alguna opción, y los minoritarios, o renuncian a postular sus
candidatos y programas, o se pliegan a otorgar la confianza a uno de los
dos primeros, según sus preferencias ideologicas o intereses
partidistas (por supuesto rebozados de “servicio a los intereses de la
mayoria social”).
Suele suceder que el porcentaje de electores de la segunda vuelta es
menor que en la primera, pues los votantes de los partidos minoritarios
simplemente quedan apeados de la participación electoral, disuadidos,
frustrados por la inutilidad de su voto. El consuelo del “mal menor” no
es sino un simple sucedáneo de participación democrática. Con cualquiera
de las dos fórmulas, la participación democrática no se amplia sino que se reduce.
Primero, porque esta reforma local asienta el presidencialismo.
Hasta ahora los votos depositados en las urnas no se dan a un solo
candidato, el primero o la primera de la lista, sino a un colectivo de
al menos el número de concejales a elegir más algunos suplentes más; ni
se vota a las personas concretas que se presentan en las listas de los
partidos, sino a estos; y aunque la simplificación de la opinión
pública, fomentada por unos medios de comunicación interesados en hacer
de la vida una pasarela de “protagonistas”, tienda a personificar la
política y convertirla en el reality show de alcaldables, nuestro
sistema electoral no es presidencialista, sino partidario, y debe
seguir siéndolo (aunque rectificándolo); es decir, que se prima la idea
de que un alcalde es un primus inter pares, y su voluntad
personal es una más entre otras muchas. Al menos las de los concejales.
Porque después de votar hay que gobernar los ayuntamientos durante al
menos cuatro años. Y si lo que los ciudadanos votan es a una persona y
ya está, ésta se sentirá legitimada para hacer su santa voluntad. Que es
lo que pasa cuando no existe una democracia verdaderamente
participativa, por ejemplo cuando existe mayoría absoluta, o cuando la
última voluntad la tiene una estructura piramidal cerrada dentro del
partido que gobierna.
Segundo, porque esta reforma local propicia gobernar contra la mayoría.
Con este sistema un alcalde votado por un 40% de los ciudadanos (en
primera vuelta, que es la que vale democráticamente hablando) podría
gobernar obligatoriamente por ley frente al voto del 60% de los
ciudadanos que no solo no le han votado, sino que han votado a otros
candidatos (aunque cada uno por separado sacara menos votos), o incluso
han elegido a otro candidato precisamente para que el candidato o
partido que finalmente sacó más votos, no gobernara. El candidato más
votado, si no saca mayoría absoluta (50% más uno) gobernará contra la
mayoría.
Tercero, porque esta reforma local crea más inestabilidad
Los partidarios de esta forma presidencialista de elegir al alcalde
suelen argumentar lo contrario: cuando el alcalde es elegido “en los
despachos” (o sea, entre dos o más fuerzas políticas que se ponen de
acuerdo para gobernar no solo con un alcalde a la cabeza, sino con un
programa común de acción municipal pactado) se crea la inestabilidad
permanente del “bipartito” o “tripartito” (la complicidad entre la
oposición y determinados grupos de presión procuran y consiguen dotar a
esta denominación de connotaciones negativas); pero sucede justo lo
contrario: por definición, el alcalde y el equipo de gobierno pactados
“en los despachos” conjuran el peligro de gobernar de espaldas o contra
la mayoría, generando una mayoría más estable que esté al menos
compuesta por el respaldo del 50% más uno de los votos. Claro que a lo
largo del mandato de cuatro años pueden sobrevenir desavenencias entre
los partidos coaligados. Pero también entre los miembros de las mayorías
absolutas surgen problemas que pueden llegar a paralizar la actividad
municipal en detrimento del interés general o particular de los
ciudadanos.
Cuarto, porque esta reforma local es una maniobra para que gobierne el partido único de la derecha.
En realidad la propuesta surge pocos meses antes de unas elecciones
municipales y autonómicas que se celebrarán en mayo de 2015 y en las que
se prevé que el PP vaya a perder las mayorías absolutas con las que ha
gobernado a su antojo en la mayoría de las principales ciudades (40 de
las 52 capitales de provincia) y en casi todas las comunidades autónomas
de España, privatizando el agua, la recogida de residuos, los servicios
municipales y recortando el gasto municipal y autonómico de la sanidad,
la educación, la dependencia, los servicios sociales, etc. Incluso la
Unión Europea ha desautorizado que se cambien las reglas del juego
democrático a menos de un año de celebrarse las elecciones.
Javier Arenas, a la sazón responsable de las Administraciones
Públicas dentro del PP, ha presentado la idea con una cara de
satisfacción no suficientemente bien disimulada: no en vano, cuando ya
se veía presidente de la Junta de Andalucía, un pacto entre PSOE-A e
IULV-CA le condenó a ser de nuevo oposición, poniendo en peligro su
futuro político dentro y fuera del PP. Coalición que, por cierto, no
sólo no ha generado inestabilidad, sino que la está garantizando con
solvencia. Pura anécdota lo de Arenas. Pero a veces las anécdotas, las
pequeñas historietas, pujan con fuerza en la creación de instituciones,
categorías o meras iniciativas políticas de largo alcance. Y el PP tiene
una espina clavada con Andalucía.
La cuestión está ahora en si habrá consenso con el PSOE o no
para hacer esta reforma electoral. Hasta el momento en que escribo esto
no lo hay. Pero hay dos razones que me inclinan a pensar que el PSOE no
está por la labor de ponerle demasiadas trabas a esta reforma local de
Rajoy:
a) En el fondo esta propuesta favorece no sólo al PP, sino al bipartidismo
en general. El proyecto del PSOE es volver a ser alternativa de
gobierno lo antes posible aprovechando el descontento popular contra el
PP que está creando su salida neoliberal a la crisis-estafa. Don Benito
Pérez Galdós, en “La fe nacional y otros escritos sobre España”, Ed.Rey Lear, Madrid, 2013, dejó escrito: “Los dos partidos (bipartidismo, añado)
que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos
manadas de hombres que no aspiran más que a pastar del presupuesto”.
“Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán lo más
mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y
analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se haya. No
acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo;
no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de
recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia
práctica (…). Han de pasar años, tal vez lustros, antes de que este
Régimen, atacado de tuberculosis ética, sea sustituido por otro”. Salvadas
las distancias que haya que salvar, me quedo con lo de la ineficaz
burocracia, el caciquismo, el enchufismo y la corrupción, la
tuberculosis ética. O si se prefiere aggiornizar a don Benito, el ébola moral.
b) La propuesta se enmarca en una propuesta de Rajoy a Pedro Sánchez para sentarse en septiembre a dialogar medidas de regeneración democrática.
Mal presagio. Pues las contrapropuestas hasta ahora conocidas del nuevo
flamante secretario general del PSOE son muy masticables por un PP cuya
directriz fundamental es poner la economía en manos de tecnócratas,
para que no se separen ni un ápice de la estrategia de ajuste del
déficit fiscal impuesta por la troika (Merkel, Draghi y Lagarde, esto
es, UE-BCE-FMI).
Frente a todo este panorama, los de abajo tenemos una sola receta:
participación y unidad por la base, acuerdos por las alturas (que no
deben elevarse demasiado), empoderamiento de las energías populares
hacia la búsqueda de ganar el gobierno para arrebatar el poder a los
poderosos y ponerlo al servicio de los intereses de los que más
necesitan lo público.
“Ganemos” es una buena fórmula si se practica sin narcisismo, con
generosidad, con perspectiva histórica hacia el futuro, pero también
hacia el presente e incluso el pasado.
Pero esa es otra historia…
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