miércoles, 23 de julio de 2014

La Globalización, fase suprema del Capitalismo (II)

La Globalización, fase suprema del Capitalismo ( II )
Economía
2. Breves pinceladas sobre la Globalización. Qué es y cómo afecta al mundo.
             Cuando decimos que el Capitalismo tiene una forma superior, nos referimos al Imperialismo. Y hablamos de este concepto porque los países capitalistas –en esencia, los europeos y norteamericanos- aprovecharon el increíble desarrollo de las comunicaciones –ferrocarril, avión o barco- para expandir sus negocios hasta mercados que habían permanecido ignotos y desconocidos en tiempos anteriores. Estos negocios que se instalan en los nuevos países, casi siempre menos desarrollados, permite a los Estados más poderosos imponer sus directrices de mercadeo, impulsar prácticas totalitarias económicamente hablando. En otras palabras, lo que logran es que las sociedades menos privilegiadas acepten su doctrina empresarial y de negocio sin rechistar. Dominan sin oposición. Sin embargo, el paso del tiempo ha obrado su magia aquí.
A lo largo de los últimos años hemos sido testigos de la formación, y del auge, de nuevas empresas cada vez de mayor tamaño, resultantes de la fusión de otras entidades más pequeñas, que se unen para alimentarse de los beneficios capitalistas. Este es el rasgo más característico de la Globalización. Pero conviene detenerse en el acotamiento de este término tan cotidiano y, a la vez, tan extraño y ajeno para la vida del ciudadano normal.
¿Qué es? La globalización no es un concepto claramente delimitado, sino que innumerables autores han intentado dar su propia definición sobre lo que es y cómo afecta al mundo. El Banco Mundial lo define como la creciente interdependencia de las naciones entre sí, conectando sus economías, servicios y comunicaciones a un ritmo cada vez mayor, profundizando en la necesidad de conjugar intereses nacionales con los de otros actores que nada tienen que ver con las soberanías nacionales. En otras palabras, se trata de acuerdos, casi siempre comerciales y monetarios, aunque no de forma exclusiva, en los que unos países abren sus fronteras al comercio con otros actores sociales extranjeros. De forma muy habitual, estos actores extranjeros suelen estar representados por enormes compañías resultantes de fusionar otras más pequeñas, de tal suerte que su poderío económico es incontestable allí donde se asientan. Traspasan fronteras, en su búsqueda de nuevos lugares donde imponer su producción y su sistema económico, sin importar ninguna otra consideración, excepto la del beneficio monetario. Se convierten en multinacionales.
            Y una multinacional no es más que la siguiente fase de las empresas capitalistas ya conocidas y reconocidas del siglo en que vivió Lenin, y que tan profusamente estudió el líder soviético. Estos conglomerados de negocios alcanzar un poder tal, que se transforman en interlocutores con el Gobierno de turno en aquellos países de los que son originarios, y con los de los lugares en los que acaban por asentarse. En ambos lados, las multinacionales obtienen enormes beneficios y privilegios, ya que son consideradas importantes para la economía del mundo. El problema viene cuando abusan de ese poder que les otorgan los dirigentes de los países, ya que la lógica capitalista que impera en estos negocios induce a maximizar beneficios y a reducir costes, lo que se traduce en malas condiciones laborales, ausencia de derechos para los trabajadores, y en una dictadura del empresariado.
Con demasiada frecuencia ocurre que los gobernantes de un país obtienen rédito electoral, e incluso material, de sus relaciones con las enormes empresas multinacionales, de modo que no actúan contra ella, cumpliendo así la regla de no morder la mano del que te da de comer. ¡Esto es capitalismo, y nada más! Pero puesto que alcanzan acuerdos, no siempre buenos para la mayor parte de la población, sino para sus propios bolsillos solamente, los dirigentes han de hacer grandes concesiones a los mandatarios de las multinacionales. ¿En qué derivan estas concesiones? Simple y llanamente en la erradicación de lo que ellos llaman “el exagerado derecho laboral”. Veamos algunos ejemplos que suelen ser los más llamativos:
a) Reducción de salarios. Si un producto sale más barato producirlo, que lo se obtiene al venderlo, el beneficio es mayor. Y si a eso se le suma el hecho de que el trabajador que debe fabricarlo deja de cobrar un salario acorde con su labor, el beneficio que se obtiene al vender dicho producto crece aún más.
b) Aumento de jornada. Si el trabajador fabrica un producto por hora, podemos decir que en diez horas producirá diez productos. Si alargo su jornada laboral, estaré asegurando una producción constante, y no me veré, como empresario, a contratar a un nuevo empleado para apoyar al que, previamente, he reducido su salario. Ahorro por partida doble, y gano por partida doble también.
c) Impedir el derecho a la huelga. Desde los inicios de la llamada “cuestión social”, la huelga ha sido considerada por los tribunales como la herramienta de presión de los trabajadores para hacer frente a los abusos del empresariado. Si se elimina el derecho a la huelga, no habrá protestas. Y si no hay protestas, los trabajadores aceptarán sin más todas las condiciones laborales que impongan los duelos de las empresas. Esta suele ser una vieja reivindicación de los mismos políticos que exigen a la población que trabaje más por menos. Siempre son los mismos los que deben pagar los platos rotos.
d) Encarcelamiento de aquellos que se oponen a la dictadura del empresariado burgués. Si además de imponer las normas al gusto de las multinacionales, se logra también la complicidad de jueces y fiscales del país elegido para establecerse, queda claro que no habrá justicia para las personas que alcen su voz contra estas dictaduras económicas.
            Lo que deriva de esta situación, para los ciudadanos de un país, es la ausencia –o robo- de sus derechos más fundamentales. Lo gracioso –por no decir dramático- de todo esto es que los mismos que roban a manos llenas los derechos y el dinero público –de todos- son los que apuestan por reducir el gasto del Estado en políticas sociales que palien la grave situación en que se quedan las personas y los colectivos más desfavorecidos de la sociedad. ¡Claro que hay que ahorrar dinero, pero no en el gasto público, que es de todos, sino en las gratificaciones a los líderes de las multinacionales y a los dirigentes que con tanto entusiasmo hacen negocios con ellos y aceptan sus propuestas!
            Estas propuestas, ya las hemos visto, suelen ser tendentes a borrar todo rastro de derechos laborales. Se pierde salario, poder adquisitivo, capacidad de sindicación, de manifestación y de protestar. En otras palabras, presidir una organización multinacional sirve para que un Gobierno modifique la economía de su país a mi gusto y, de esa forma, podamos mis adlátere y yo llenarnos los bolsillos con el dinero ahorrado en la producción gracias a la maximización de beneficios y reducción de costes al bajarles el suelo a los trabajadores. ¿Acaso no es éste, y no otro, el ejemplo de las empresas textiles que se han instalado en el sur de Asia, y que confeccionan telas y prendas a un coste ridículo, pero que mantienen a sus empleados en condiciones de esclavitud a cambio de un salario miserable? Si además el Gobierno de su país legisla de tal forma que no haya más opción que aceptar el trabajo miserable, o ir a la mendicidad, las multinacionales se frotan las manos. Una de esas legislaciones la encontramos en España, donde la “reforma laboral” conservadora ha logrado poner, en manos de los empresarios, a becarios que pueden estar hasta los 30 años sin puesto fijo. Para mayor escarnio de la población, insisten en bloquear las huelgas, y en llevar a la cárcel a quienes participan en ellas. El miedo a perder lo poco que se tiene conduce, de forma inevitable, a que se acepten condiciones que, de otro modo, serían impugnables ante cualquier tribunal de justicia normal y corriente.
            Y si esto sucede en un país que, en apariencia al menos, es una nación desarrollada, ¿qué podemos decir de las demás naciones menos favorecidas? ¿Qué podríamos contar sobre las interminables jornadas laborales de niños y mujeres, que trabajan como auténticos siervos del Capital, a cambio de sueldos miserables? No es posible sostener un sistema económico que enriquece a unos pocos y empobrece a otros muchos. Y los empobrece porque las multinacionales impiden el auge de nuevas corporaciones de menos tamaño, sobre todo en los países donde ya se han asentado, para evitar que puedan arrebatarles el control de la política y la producción. Asfixian al pequeño productor, y de esa forma se perpetúan en el poder económico. Monsanto, la empresa de transgénicos, es el ejemplo más llamativo de esto que mencionamos.
            Así pues, las multinacionales interconectan sus servicios, mercancías y bienes, de tal suerte que unas economías acaban dependiendo de otras. De forma casi instantánea, el dinero se mueve de una punta del mundo a la otra. Las comunicaciones vuelan en tiempo real. La mercancía recorre el mundo en tiempos cada vez más cortos. Y de la mano de estos intercambios tan lucrativos, la política nacional acaba aceptando que la gestión de lo público se haga a través de estos conglomerados empresariales. Dicen que para ahorrar, pero que acaba enriqueciendo a sus amigos.

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